Chile no decide su destino, otros lo hacen por él.

Cuando se habla de Chile en latinoamérica u otros lugares del mundo, suele destacarse como un modelo de desarrollo regional, un país con gran proyección y oportunidades para invertir, pero como compatriota me pregunto si: ¿Es esta la realidad chilena? ¿Esta riqueza y desarrollo existe en la extensión de sus territorios?

Es así como podemos imaginar un país que ha sido construido y moldeado como una granja global, un territorio funcional a las necesidades de las grandes economías. Las riquezas naturales que presenta el país son extraídas sin un proceso de industrialización nacional, exportadas en bruto y valorizadas en otras latitudes. Cuántas veces hemos escuchado la frase común: “Vendemos al extranjero el cobre a 10 pesos y ellos nos lo venden después a 100”. Esta frase es reflejo de la sensación chilena frente al desperdicio de las oportunidades y el rol internacional de Chile como mero exportador de materias primas.

Este fenómeno nos obliga a cuestionar seriamente el tipo de inserción que tiene Chile en el sistema internacional. 

¿Somos verdaderamente parte de una cadena global de valor, o simplemente abastecedores de materias primas? ¿Nos beneficiamos del desarrollo global o vivimos sus beneficios indirectos?

El extractivismo chileno, lejos de ser una opción libre y soberana, ha sido una imposición estructural condicionada por la lógica capitalista global. El país ha cedido su soberanía económica y ambiental a empresas multinacionales y a conglomerados nacionales con fuerte poder político. En la actualidad, más del 70% de la gran minería del cobre está en manos de empresas extranjeras. A esto se suma la sobreexplotación de los territorios, con consecuencias devastadoras: zonas de sacrificio como Quintero-Puchuncaví, escasez hídrica en Petorca y Tiltil, incendios forestales cada verano potenciados por monocultivos sin humedad ni selva nativa que los limite, así como áreas protegidas en la Patagonia que hoy son invadidas por las salmoneras.

Este patrón de acumulación no solo destruye el medio ambiente, también impide el desarrollo autónomo de los territorios. La lógica es simple: si dependes de vender materias primas, tu economía se vuelve vulnerable a los vaivenes del mercado internacional. Además, renuncias a construir una matriz productiva diversificada y de valor agregado. Así, un país con enfoque extractivista no es libre de su destino, su futuro depende de los precios internacionales del cobre o del litio, de las decisiones de empresas transnacionales, y de los caprichos de los mega empresarios nacionales. En otras palabras, Chile no decide sobre su destino; otros lo hacen por él.

Nos corresponde proponer una hoja de ruta programática que garantice un país digno para las futuras generaciones. Si la sostenibilidad se limita al discurso y en la práctica solo maquilla de verde los mismos problemas estructurales, entonces la verdadera tarea es construir Chile desde una lógica auténticamente sustentable.

En este camino, el ecosocialismo emerge como una alternativa concreta y necesaria. No se trata sólo de reformar el país, sino de repensar profundamente cómo producimos, qué consumimos y quién decide esas prioridades. El ecosocialismo propone una sociedad más justa, donde las decisiones colectivas no estén dictadas por la publicidad ni por modelos de vida impuestos por el mercado, sino por el bien común y el respeto hacia los límites ecológicos del planeta.

Necesitamos una democracia participativa, donde las comunidades tengan el poder real de diseñar el país en que quieren vivir. Porque no puede haber desarrollo si éste destruye la base misma que lo sostiene: la naturaleza.

Pensar con seriedad el futuro de Chile exige responsabilidad y visión de largo plazo. De lo contrario, seguiremos repitiendo fórmulas que solo ofrecen pan para hoy y hambre para mañana.

Por Bastián Andrés Muñoz Zúñiga

Secretario Nacional de Medio Ambiente Juventud Socialista de Chile.

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